20 diciembre, 2005

Serenidad

Por las mañanas, después de dejar un rato sonar ese objeto extraño que te avisa de que llegas tarde al trabajo, lo primero que hago es tomarme un cafetito acompañado de fibrosas galletas que despiertan mis días mientras escucho alguna noticia de la radio... Parece que el día hoy saldrá soleado...

Una vez en el tren, siempre después de alguna que otra cabezadita, mi cabeza comienza a funcionar removiendo pensamientos entrecruzados buscando un sentido a la vida. De vez en cuando cruzo alguna mirada con algún otro ser humano camino del trabajo deseando una sonrisa, anhelando una caricia, pero...me encuentro con muecas de preocupación, o... simples caras inexpresivas...

Llego al trabajo... me encuentro con vidas resueltas, casas formadas, hipotecas, hijos, nietos y abuelos, pensamientos inertes exiliados de toda aventura. Agacho la cabeza y le doy un vistazo a mi ombligo... me acuerdo de luchas internas que no tocó otro remedio que enterrar en el pasado y... me pregunto si hago lo correcto, si soy fiel a mi misma, quien soy, dónde voy, cómo camino, pero entonces levanto la vista y ahí sigo, viendo cómo pasa la vida... a mis veintiséis años me siento igual que una niña, miro a mi jefa y me pregunto dónde estará su niñita. Cuando salgo de trabajar, acompañada de mi libreta y lápiz, anoto todo cuanto se me pasa por la cabeza y me pregunto si algún día lograré llegar al horizonte de mis anhelos... Entonces se hace la tarde y empalmo a otro de mis trabajos, enchufo la estufa y espero que vaya entrando el principio de todo, el comienzo de nada. Cara a cara, observo mis pequeños adolescentes y me pregunto cómo cambiar el mundo. Si tuviera el antídoto, si pudiera contagiar la enfermedad de la cordura, si..., si..., entro corriendo al servicio, me miro al espejo y todo, todo se vuelve tenue...

Nines Plà